Existe
para cualquier hombre un lugar en el que le resulta imposible divertirse,
olvidar su propia vida. En el que, como en Dodoma, los árboles, sacudidos por
el viento, no profetizan, no es el futuro lo que conocen sino el pasado, y
recuerdan. En el que no podemos juzgar o condenar; sencillamente allí hemos
visto, sabemos. Para mí ese lugar es Lampedusa.
No sabía,
antes de llegar aquí, que existieran seres a los que se arroja como
desperdicios, cuando aún no están muertos, a los que nadie quiere socorrer y
que mueren poco a poco, extenuados por sus dolores, deshaciéndose lentamente al
aire libre.
Un
descubrimiento casual, después de un viaje en cuya meta se hallaba esta isla.
Aquí a mí me sería imposible, como esos últimos turistas bronceados que
chancleteaban ayer bajo el dulce ocaso del otoño, acercarme al puerto «a ver a
los muertos», donde me sería imposible sumergirme en el mar. Lampedusa: aquí la
tierra no ama los árboles, como tampoco los hombres los aman; la tierra seca y
dura no los alimenta, lo hace el mar. Aquí hay una historia mía escrita en el
mar, indescifrable para los no iniciados.
Paso,
justo enfrente del muelle, ante el cementerio de los derrelictos, las barcazas
de los «clandestinos»; nadie tiene el coraje de llevárselas, de destruirlas,
los colores un poco más desvaídos que hace dos años. Mi barca no está aquí
porque se hundió, igual que la de estos africanos, la de los muertos de ahora.
Hace dos años desembarqué en este mismo muelle: yo era uno de ellos, desde
Zarzis, en Túnez, hasta Lampedusa, veintitantas horas de mar y después el
naufragio y la muerte que, afortunadamente, gracias a la mano fraternal de
hombres valerosos, a nosotros tan sólo nos rozó. También entonces, de haber estado
el mundo recién creado para albergar a los ángeles, en aquel mundo no habría
podido alborear día más hermoso.
Camino
por el muelle, ese mismo muelle, en medio de los curiosos, de las televisiones
que cuentan, que intentan explicar. Mis compañeros náufragos de hace dos años
bajaron a tierra envueltos en hojas de plástico relucientes como corazas. Ahora
desfilan los sacos negros de los muertos. Ya he descrito el brillo, bajo el sol
de otoño, de las tejas y de las rocas, un paisaje palpitante, fraternal, donde
el viento en el crepúsculo es el aliento, vivo y cálido, de una criatura de
Dios. Aquí aprendí que sufrir parece algo maravillosa al hombre que se ha
sentido cerca de la muerte y que de repente descubre que está a salvo. Algunos,
pescadores de ojos oscuros y relucientes como aceitunas negras, todavía se
acuerdan de mí: «Tú estás vivo…».
Mis
ciento doce compañeros; de pocos recuerdo aún el nombre, en el mar apretujados
sobre el puente para ganar espacio —el espacio cuesta y es fructífero para los
traficantes—, asediados por las olas nadie habla. ¿Quién se acordará de los
nombres de estos muertos? Rostros demasiado evanescente, mucho me temo, para
que uno solo de sus rasgos sea reconocible si se recorta en la curva de los
cascos, si se mueve como las hojas. Quisiera que en mí, conmigo ascendieran
desde el abismo, pudieran respirar al aire libre estos nuevos muertos también.
¿Por qué contar no puede ser una resurrección? ¿Por qué las historias, las
historias que escribiremos mañana en los periódicos no pueden hacer revivir su
intimidad, las vidas secretas de sus corazones?
Hace dos
años me embarqué para entender, para intentar entender. Para la mayor parte de
estos hombres, al contrario de lo que nos ocurre a nosotros, morir es un
sencillo incidente: tropiezan y desaparecen en la trampa como animales
sorprendidos. Tunecinos ayer, eritreos, somalíes, sirios hoy, durante toda su
vida han contemplado la muerte, inmersos desde la infancia en esa vorágine y
siempre han entregrado su corazón y a sí mismos a la noche.
¡No, me
equivoco! Ninguna de estas tragedias se asemeja en el fondo, ninguna
desesperación, ningún dolor es igual a otro dolor. Hace dos años mis compañeros
eran todos jóvenes, una generación que había ganado una revolución y afrontaba
la muerte en el mar para ir a ver, ahora que eran libres, el mundo, el otro
mundo, su futuro posible. Hoy, hoy son la miseria, el hambre, la desgracia, la
guerra, la revolución perdida: son el campo devastado por la sequía, los bienes
robados por el miliciano o el gobierno, la mano levantada del fanático. Una
fuerza más grande y más tremenda, misteriosa como el propio rostro de la vida,
que a veces tiene la mirada estremecedora del desierto y otras veces los ojos
dulces del mar, ha movido a estos hombres más allá del terraplén del miedo, les
ha enseñado a huir, aunque el peligro sea mortal y un hilo sutilísimo separe la
desesperación de la esperanza y no les sea dado a los hombres el conocerlo.
Aferrados a ese hilo, que es más fuerte que el cable que sostiene el ancla de
sus barcazas desgraciadas, aferrados con manos y dientes a ese hilo que se
llama voluntad de resistir, de continuar, de tener esperanza, y que tal vez sea
la fe en Dios en su Dios, han permanecido firmes sobre ese tablazón podrido
hasta que el mar o el fuego han consumido sus esperanzas. Al final de su camino
hay en cambio un mundo que acarrea en sí la moral de la desigualdad.
Hace dos
años acompañé durante un breve tramo la anábasis de un pueblo que no está
marcado en los libros de geografía ni en los índices de la ONU, pero que crece
cada día, el pueblo de los emigrantes. Nadie puede contarlos, ni a los vivos ni
a los muertos. Es un pueblo que conoce la paciencia, para el que las esperas se
allanan y se ensanchan en una aparente eternidad. En perenne camino, franquea
los desiertos, no ha visto nunca el mar y, sin embargo, monta sobre
desvencijadas barcazas y mira a la cara las tempestades. El mar es la imagen
del inasible fantasma de la vida, y es la clave de todo. ¿Qué sabemos nosotros
del momento de la marcha, si no estábamos con ellos? Mis compañeros me contaron
que toda separación es un estallido de llanto entremezclado de alegría, por la
esperanza que se emboca y por el dolor de las cosas que se abandonan.
Me reuní
con ellos en el desierto del Níger, el inmenso sendero de arena: no ya
eritreos, somalíes, sudaneses, negros o árabes, con los documentos tirados
desaparecían sus identidades, eran otra gente, tambaleantes, corroídos,
descarnados, dislocados, endebles, desarraigados. Ya habían pagado mucho y aún
les quedaba mucho por pagar, en cada etapa, durante semanas, durante meses,
durante años; conmovidos por el cielo estrellado, por el silencio, por el
recuerdo resignado de los muertos, por la fuga del tiempo, por el ímpetu del
corazón. Los vi desaparecer en Gao, engullidos por los camiones, grandes
camiones de las minas, de los traficantes. En sus ojos había una dulzura
secreta, una nota tierna y transida que yo, que nosotros para quienes el viaje
no es más que un túnel que cruzar a toda prisa, no podíamos entender. Ninguno
de mis «clandestinos» quería ser compadecido, en sus rostros bregaba una
expresión de alegría. ¡Cuántos prefieren callar! Su dolor es su secreto, el
último tesoro que se resistían a ceder después de que los traficantes de
hombres se lo hayan quitado todo. Nosotros los occidentales, en cambio, para
compadecer, sentimos la necesidad de ver sufrir.
Traducción
de Carlos Gumpert.
http://internacional.elpais.com/internacional/2013/10/04/actualidad/1380910862_152662.html