Un soplo fuerte, inesperado y frío,
por los senderos libres y desiertos
barrió las secas galas del estío...

M. Hernández

domingo, 18 de agosto de 2013

Somos una organización de voluntarios, no somos mártires

José Antonio Bastos se conecta a Internet para la entrevista en el ordenador de la oficina de Médicos sin Fronteras (MSF), en Nairobi, capital de Kenia. Desde allí se controlaba, hasta el martes pasado, la labor de la ONG en Somalia. Pero la organización cesó el miércoles todos sus programas en aquel país, en el que el médico español ha trabajado varios años en diferentes etapas.
La escalada de violencia contra miembros de la organización responde al porqué de esta decisión. En diciembre de 2011, sus dos compañeros Philippe Havet y Adrias Karel fueron asesinados en un tiroteo en las propias oficinas de MSF en Mogadiscio. Un acontecimiento que abrió el debate de la retirada del país. “Pero no podíamos hacerlo”, afirma Bastos. Dos cooperantes españolas, Montserrat Serra y Blanca Thiebaut, habían sido secuestradas en octubre de ese año. “Si ellas no hubieran estado cautivas, nos habríamos retirado de Somalia antes. En cuanto fueron liberadas hace un mes, se montó una discusión interna desgarradora”, asegura.
Unos defendían permanecer en el país “por deber moral”. Otros, que había que marcharse ante una situación de riesgo “inadmisible” que no era la primera vez que se producía. Entre los partidarios de quedarse estaban, pese a sus 21 meses de sufrimiento, Serra y Thiebaut. “Lo primero que dijeron al bajarse del avión fue: ‘No nos vayamos de Somalia”, recuerda Bastos, presidente de MSF España, que compartía esa opinión hasta que liberaron al culpable de la muerte de los compañeros belgas solo tres meses después de su condena a 30 años de cárcel. “Nadie protestó”, se queja.
En 1991 comenzó la guerra civil somalí. Ese mismo año, la organización médica acudió al auxilio de los ciudadanos. Solo un año después, Bastos se trasladó a la frontera entre Kenia y Somalia para dar asistencia médica a los refugiados en la zona. Entre 1994 y 1996 vivió en Mogadiscio, la capital, donde actuaba como jefe. Los siguientes ocho años visitó con frecuencia y por temporadas el terreno como responsable de operaciones de emergencia.
La conexión no es buena y se corta varias veces. Las interferencias y la frialdad de una pantalla no son, sin embargo, suficiente impedimento para que llegue la imagen de Bastos, con el gesto entre triste e indignado. “No nos han dejado otra alternativa”, repite agachando la cabeza. “Aunque seamos una organización formada por voluntarios comprometidos, entusiastas, que asumimos riesgos para ayudar a otras personas en situación difícil, no somos mártires. Respetamos la vida humana, pero también las nuestras”, justifica.
El miércoles pasado, el dirigente de la delegación española acompañaba en la mesa al presidente internacional de la entidad, Unni Karunakara, en el momento en el que este anunciaba la salida de la ONG del país africano después de 22 años. Una decisión acordada por todas las secciones de la entidad en el mundo. Solo hay un precedente de una retirada como esta: se produjo en 2004 cuando Médicos sin Fronteras se marchó de Afganistán por los mismos motivos: la situación de inseguridad de su personal era extrema.
La quincena de expatriados —tres equipos de unas cinco personas— que quedaban en Somalia se han marchado en las últimas semanas, la mayoría la pasada, “sin llamar la atención y con mucha precaución. Cuando hicimos el anuncio no quedaba allí nadie, hubiera sido peligroso”, confirma Bastos. En 2011 llegaron a ser 70 trabajadores internacionales, como respuesta a la hambruna que se produjo en ese país. Pero desde el asesinato de los cooperantes belgas, esa cifra no había dejado de descender.
Atrás dejan los ocho hospitales en los que trabajaban, los nueve distritos en los que disponían de consultas de atención primaria y programas contra la desnutrición, el cólera, la malaria, la tuberculosis o la mortalidad materna en un país en el que 1.000 de cada 100.000 mujeres fallecen al dar a luz. “Las instalaciones de MSF pasarán a manos de líderes locales, que no sabrán cómo gestionarlas, u otras ONG”, anuncia Bastos con la voz quebrada. Solo en 2012, la organización atendió a más de 624.000 pacientes y puso 58.620 vacunas.
El año pasado, MSF invirtió 25 millones de euros en distintos programas en aquel país. Los fondos han ido creciendo a la par que los problemas. “La situación allí es dramática. La polio está haciendo estragos aunque está erradicada prácticamente en el mundo. Pero la desconfianza de los grupos armados impedía que vacunásemos con normalidad”, lamenta.
En aquel país devastado, “con edificios agujereados por dos décadas de guerra”, recuerda el médico español, se quedan también más de 1.500 compañeros, empleados somalíes, cuyos contratos con la organización quedarán extinguidos. A los responsables en el terreno se les informó pocas horas antes que a la prensa del cese de actividad, en reuniones y con videoconferencias. “Entendieron los motivos aunque les estábamos diciendo que perdían su trabajo”, asegura Bastos que estuvo presente. Se les pagará su correspondiente indemnización y MSF les ayudará para que encuentren otro empleo o intentará reubicarlos.
“Ellos también han asumido riesgos y han sido asesinados”. Y ahora, ¿corren algún peligro? “No lo creemos, aunque estaremos atentos. Lo que sí hemos hecho es darles instrucciones para que si se producen saqueos de nuestras instalaciones, no intenten pararlos, que no se arriesguen”. Ya nadie se lavará con el agua sacada de un pozo en la central de MSF en Mogadiscio antes de acudir al hospital en un país que tiene que curar muchas enfermedades comunes y una muy grave: la guerra

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